Jack London (fragmento)

Nadie conocía su historia, y menos los de la Junta. Era su pequeño misterio; su gran patriota, y a su forma trabajaba por la inminente Revolución Mexicana tan duro como ellos. Tardaron mucho en reconocer esto, pues a nadie de la Junta le gustaba aquel hombre. El día que entró por primera vez en sus habitaciones repletas y ajetreadas, todos sospecharon de él creyendo que era espía, un agente del servicio secreto de Díaz. Muchos camaradas estaban en prisiones civiles y militares esparcidas por los Estados Unidos, y otros, cargados de cadenas, eran conducidos todavía al otro lado de la frontera para ser fusilados frente a paredones de adobe.

Cuando vieron por primera vez al muchacho no les causó una impresión favorable. Era realmente un muchacho: no tenía más de dieciocho años y tampoco aparentaba más edad. Anunció trabajar para la revolución. Eso fue todo, ni una palabra más, ninguna explicación.

Estaba de pie esperando. No había sonrisa en sus labios ni genialidad en sus ojos. El grande y arrojado Paulino Vera sintió un estremecimiento interior. Se hallaba ante algo prohibido, terrible, inescrutable.

En los ojos negros del muchacho había algo venenoso, como si fueran los ojos de una serpiente. Ardían como fuego helado y parecían dominados por una vasta y concentrada amargura. Los apartó de los rostros de los conspiradores y los clavó en la máquina de escribir que la pequeña Mrs. Sethby operaba industriosamente. Sus ojos reposaron en ella un solo instante -pues ella se había aventurado a mirarle-, y también ella sintió aquella sensación sin nombre que le hizo quedar inmovilizada. Se vio obligada a releer la carta que estaba escribiendo para recuperar el hilo.

Paulino Vera miró interrogativamente a Arellano y a Ramos, y ellos le devolvieron la mirada y se escrutaron entre si. La indecisión de la duda se dibujaba en sus ojos. Aquel muchacho delgado era lo desconocido, investido con toda la amenaza de lo desconocido. Era irreconocible, algo que estaba más allá del alcance de aquellos revolucionarios honestos y ordinarios, cuyo odio fiero hacia Díaz y su tiranía era, después de todo, el simple odio de unos patriotas honestos y ordinarios.