Por Renán Vega Cantor

Algunos economistas, ingenieros y científicos han diseñado ciertas curvas y representaciones gráficas que, con el tiempo, han adquirido celebridad. Entre algunas de esas curvas, y las menciono porque particularmente me parecen muy útiles en un esfuerzo de rebasar la ortodoxia económica, se destacan las ondas Kondratiev (formulada en la década de 1920 por el economista ruso Nicolai Kondratiev para estudiar los ciclos largos de la economía capitalista), y las curvas de Hubbert (del geofísico King Hubbert, quien la formuló originariamente en 1956 y determina el cenit o pico del petróleo) y la menos conocida de Olduvai (del ingeniero Richard Duncan, formulada en 1996 con ese nombre, el de la cueva de Tanzania donde se han descubierto algunos de los primeros fósiles humanos, y que proyecta la duración de la civilización industrial a partir del consumo de energía y la producción de electricidad).

Todas estas curvas son cosa de principiantes y de aficionados, frente al fabuloso descubrimiento y aporte no tanto teórico, sino sobre todo práctico que se está haciendo en estos momentos en los Estados Unidos, para desgracia de la humanidad. En efecto, Trump ha inventado una nueva curva, que de seguro va a causar furor entre los economistas y lo hará acreedor a un premio Nobel. Pero a diferencia de las otras curvas de famosos economistas la que se acaba de inventar en los Estados Unidos no es una suposición teórica, una hipótesis o resultado de un elegante modelo matemático, sino que es la representación de lo que está sucediendo en la realidad de los Estados Unidos, con respecto a la forma como evoluciona macabramente el coronavirus. A esa curva la podemos llamar la Curva de la Muerte, cuya representación es elocuente, mirando el crecimiento exponencial de la cantidad de personas infectadas con coronavirus:

Y si el asunto se mira desde el punto de vista de los muertos y no solo de los contagiados, el aporte estadounidense es indiscutible, si se tiene en cuenta que el primer caso de coronavirus que se reconoció en Estados Unidos fue el 21 de enero y al otro día, Trump en persona, señaló que no había ningún problema, que todo estaba bajo control. Tan efectivo ha sido el control (será por aquello del Modo Americano de Muerte) que el 18 de abril (al escribir estas líneas), la suma de muertos llegaba a la cifra de 38 mil, y cada minuto está muriendo una persona. Es decir, el crecimiento de cero (0) muertos a 57 mil en 100 días* puede considerarse como una innegable contribución estadounidense a un nuevo genocidio, con la novedad que no se está matando a seres humanos de otros países, sino a los propios ciudadanos de los Estados Unidos, en forma privilegiada a los negros y a los de origen latino.

Como sucede con los grandes aportes a la historia universal de la infamia, la curva no es de cosecha exclusiva de los Estados Unidos, puesto que tuvo antecedentes inmediatos en la Unión Europea, donde han descollado Italia, España e Inglaterra. En todos esos casos sobresale el crecimiento exponencial del número de infectados y de muertos que ha producido el Covid-19, desde que se originó en China a fines del 2019. Pero, como en todas las desgracias de la humanidad, el aporte estadounidense es relevante e indiscutible, y en lo relacionado con la difusión de la infección y la muerte por parte de los Estados Unidos su contribución no tiene ningún competidor, como se aprecia en la curva comparativa, que pese a desactualizarse cada día si indica la tendencia dominante, esto es el triunfo indiscutible de la muerte con el indiscutible sello estadounidense.

*Al 28 de abril Estados Unidos es el país con mayor número de muertos (57 mil 533) y un millón 3 mil 328 infectados, según el último balance de la Universidad Johns Hopkins.