Facundo Ortíz Nuñez

 

Kiltro” es el nombre que en Chile se le da al perro mestizo sin pedigrí que suele descender de canes callejeros o salvajes. Durante las protestas de 2011, uno de ellos adquirió notoriedad por su manera de acompañar a los estudiantes en los enfrentamientos contra las fuerzas de seguridad. Los cabros lo bautizaron el “Negro Matapacos”. Ocho años después aquel perrito se convertiría en el principal icono del estallido social. Con un pañuelo rojo alrededor del cuello, su imagen ha superado en Chile la del Che Guevara como símbolo revolucionario. Se lo ve en camisetas, pañuelos, carteles, murales, rayados, y en Santiago se fabricó un enorme muñeco llevado en procesión por la ciudad.

El kiltro representa el sentimiento que une a buena parte de los que combaten. Compuesta mayoritariamente por jóvenes, “la primera línea” es acompañada por adultos mayores que pelearon en su día a la dictadura, o por madres que enseñan a sus niños cómo alimentar las barricadas. Aunque no hay un liderazgo claro, cada miembro cumple un rol. Hay camoteros que lanzan piedras (“camotes”), creadores (que fabrican la munición reventando los escombros a martillazos), enfermeros (que rocían de agua con bicarbonato a los afectados por los gases), bomberos (que apagan las lacrimógenas), escuderos que protegen, brigadistas de salud que curan heridas, músicos que ponen el ritmo con tambores, fotógrafos que glorifican a los luchadores o registran las violaciones a derechos humanos de la policía. Todos se sienten perros abandonados, sin dueño, sin correa.

Pero tras meses de marchas y concentraciones, la “primera línea” que en cada ciudad del país hace de escudo entre los manifestantes y la policía, se está comenzando a quedar sola y concentra sobre sí toda la criminalización del oficialismo y los grandes medios de comunicación. Los acusan de pretender desestabilizar el “Acuerdo por la Paz”, firmado por todo el espectro político a excepción del Partido Comunista y algunas facciones del Frente Amplio. La clave de ese Acuerdo es una nueva Constitución. La primera del país, en caso de concretarse, en cuya redacción no participarán los militares.

El próximo 26 de abril los ciudadanos decidirán en un referéndum si el proceso Constituyente pondrá en juego una Convención Mixta o una Convención Constitucional. Según la primera opción, la mitad de los delegados electos deberán ser independientes y la otra mitad serían propuestos por los partidos políticos; según la segunda alternativa todos los encargados de redactar la Carta Magna serían asambleístas independientes. El acuerdo dejó muchas lagunas que suponen cortapisas para las esperanzas de los que comenzaron a manifestarse el 18 de octubre. Por ejemplo, los cambios estructurales deberán alcanzarse mediante un quórum de dos tercios, algo muy difícil de obtener y que le otorga poder de veto a los conservadores. Tampoco se previó que hubiera paridad de género, ni cupos para pueblos originarios. En este marco, el Congreso Constituyente podría verse con las manos atadas e incapaz de realizar los cambios que la sociedad exige.

Conscientes de un desenlace que no esté a la altura de los anhelos mayoritarios, muchos manifestantes comenzaron a organizarse en cabildos y asambleas territoriales que brotan por los barrios y cerros del país, y van coordinándose como una nueva forma de realizar política popular. También se forman cabildos temáticos o sectoriales (de sanidad, educación, medioambientales, audiovisuales), donde son recibidos intelectuales o juristas del país invitados a debatir sobre la naturaleza y las posibilidades que se abren con el proceso Constituyente, en la búsqueda de nuevas formas de participación ciudadana. Se están eligiendo voceros por cada territorio para articular propuestas que buscarán colocar en la agenda de la nueva Constitución. Pero el movimiento asambleario es complejo y debe lidiar con intereses partidarios y sectarismos que buscan adueñarse de las energías colectivas.

* Fragmento de “El despertar de los que sobran”, artículo publicado en Crisis, Chile.