La crecida de las aguas
Los bienes comunes restablecidos por la gente en Bolivia


Oscar Olivera / Luis A. Gómez


Nos han robado
Nos quieren vender
Si nos seguimos durmiendo
Tu alma has de perder
Panchi Maldonado, “Nunca Más!”.


Si la voluntad política colectiva de los pueblos andinos, en particular la de los aymara, tiene alguna validez en nuestro tiempo es, tal vez, porque su ejercicio (comunal) se sostiene sobre una práctica ancestral que rompe lógica e históricamente con la producción del capital (el individualismo, la llamada ética protestante y sin dudas con la mercantilización de las relaciones sociales).

En otras palabras, es la novedosa antiguedad de las tradiciones sociales y políticas andinas (y aymaras) lo que ha permitido en gran medida que la resistencia se convierta en ofensiva los últimos años en Bolivia. De esta manera, además de “ponerle el cuerpo a las balas” colectivamente, la forma comunal de la política se ha convertido en uno de las más eficaces herramientas en contra del llamado capitalismo salvaje, el neoliberalismo, como forma posible de otra convivencia y reproducción de gente sencilla y trabajadora del campo y de las ciudades: lo mismo en las calles y los caminos que en los cabildos y las asambleas generales.


En esos esfuerzos, titánicamente colectivos, la gente de nuestra tierra ha dado la muestra más concreta de que sí se puede. De que la definición sobre los asuntos que nos importan a todos pasa por acuerdos y consensos no exluyentes. Lo mismo en la Guerra del Agua en Cochabamba (2000) que en El Alto en octubre de 2003. Habíamos sido despojados de todo, y en el fondo de nuestro natural derecho a la vida, con la Capitalización y el saqueo de nuestro patrimonio, pero respondimos desde el campo de la muerte recuperando la voz y la dignidad. Hemos venido gritando nuestro propio “Basta ya” al avance del dinero.


Hoy, con la fuerza acumulada y las dolorosas victorias de los primeros años de este siglo, estamos aprendiendo que a fortalecer y consolidar nuestra alternativa. En el conflicto en marcha, sabemos que lo que nos pertenece a todos no puede ni debe ser vendido, expropiado o servir para el beneficio de unos cuantos. Lo que nos dejaron nuestros padres y nuestros abuelos es para nuestros hijos, y los bolivianos humildes empezamos a asumir ese cuidado como nuestro deber con la historia.


II
En el tema del agua, especialmente en las comunidades con tradiciones más sólidas, es para los aymara un patrimonio particular: no pertenece como propiedad al conjunto de los seres humanos, es más bien visto como un “recurso para la vida en sí”. Es decir que el agua, en tanto que fuente de vida, es aprovechable por la gente pero también por los animales, las plantas y la tierra misma. Como muchas otras cosas de nuestro mundo, para los aymara el agua es un regalo de la Pachamama y no puede, sin poner con ello la vida en riesgo, ser “propiedad” de nadie, porque a nadie en particular ha sido regalada.

A partir de este sencillo concepto, que en el fondo es la expresión de una delicada trama de relaciones armónicas, con la ayuda de otros hermanos (como Raúl Zibechi, Raquel Gutiérrez o el Colectivo Situaciones en Argentina) hemos venido desarrollando una idea de lo que llamamos la “política de los bienes comunes”.


Si más de dos tercios de la población actual del planeta carecen de agua, básicamente por su incapacidad para pagar el costo que implica su consumo, hemos considerado pertinente pensar en una forma distinta de concebir al agua, una que impida radicalmente su mercantilización, su apropiación por parte de un grupo o empresa, al mismo tiempo que ponga en discusión mecanismos más horizontales para su aprovechamiento no capitalista. Esperamos con esto que, en el futuro, la responsabilidad sobre el agua sea colectiva de veras.


Como decía un dirigente del barrio 24 de Junio en la zona sur de Cochabamba, durante un momento de escasez, la gente sin agua es incapaz de “gestionar las bases de su vida”. Y justamente, lo mismo en la zona sur de esta ciudad que en los barrios de El Alto o muchas otras zonas del mundo, la marginación y el olvido estatal han fomentado de manera indirecta que la gente eche mano de sus tradiciones organizativas para solucionar sus problemas. Las estructuras de lo cotidiano han servido para imponerse una solución. Vista con esta perspectiva, la Guerra del Agua del año 2000 no fue sino la respuesta a una agresión contra la vida en la que, lo viejo y lo nuevo, la tecnología social se encarnaron en una negativa rotunda que nos afirma en nuestra potencialidad para hacer las cosas nosotros mismos, a nuestro modo.

Sabemos también que el concepto de “bienes comunes” tiene diversos significados en la actualidad, algunos relacionados con el medioambiente y otros con la producción intelectual (como en los libros o los programas de computadora). Sabemos que muchas tradiciones hacen del agua y de las semillas bienes comunes, patrimonios humanos, como explica recientemente Vandana Shiva de la luchas campesinas en la India.


Nuestro aporte, si tiene alguna utilidad junto al cúmulo de ideas y propuestas que nos anteceden, va dirigido a establecer un contraste que nos parece imperativo en la lucha global de resistencia, no solamente frente a las posturas de las instituciones financieras internacionales, que desde hace tiempo pretenden hacer de nuestro patrimonio objeto del mercado. También respecto a una actitud que nos parece clave: cómo nos concebimos en esta lucha y, sobre todo, desde dónde defendemos lo que quieren robarnos, no solamente de las corporaciones sino también de los estados y las clases políticas.

III

En este momento de la historia contemporánea, hay quienes (con más buenas intenciones que otra cosa) han propuesto convertir algo que llaman “el acceso al agua” en un derecho humano consagrado por la Organización de las Naciones Unidas, por la comunidad internacional en su conjunto. Así, nos dicen, sería responsabilidad de los estados que nadie carezca del líquido elemento, un avance en su recuperación. Por ello consideramos pertinente hacer un poco de historia al respecto de este tema. Que después de la Segunda Guerra Mundial comenzó a discutirse hasta plasmarse en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. En este documento de 30 artículos, queda claramente establecido, por ejemplo, el derecho a la vida sin distinción ni discriminación alguna. Y muchos otros, sin duda todos fundamentales para el desarrollo sano de las sociedades y los pequeños grupos humanos.


Sin embargo, el texto del artículo 29 es el que llama nuestra atención y queremos usar cono referente para nuestros argumentos:

Artículo 29
1. Toda persona tiene deberes respecto a la comunidad, puesto que sólo en ella puede desarrollar libre y plenamente su personalidad.

2. En el ejercicio de sus derechos y en el disfrute de sus libertades, toda persona estará solamente sujeta a las limitaciones establecidas por la ley con el único fin de asegurar el reconocimiento y el respeto de los derechos y libertades de los demás, y de satisfacer las justas exigencias de la moral, del orden público y del bienestar general en una sociedad democrática.

3. Estos derechos y libertades no podrán, en ningún caso, ser ejercidos en oposición a los propósitos y principios de las Naciones Unidas.


Con este artículo, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, un conjunto de derechos que en su momento fueron considerados “naturales”, es decir inseparables de la existencia de las personas, amarra esas prerrogativas al código de valores del derecho positivo, en el que se ponen en juego dos conceptos clave para entender su estrategia: ciudadanía y deberes (obligaciones). Situaciones similares se pueden observar en otros documentos internacionales, como la resolución de la ONU 1803, de 1962, sobre la “Soberanía permanente sobre los recursos naturales. Ahora, un concepto occidental simple de ciudadanía sería la pertenencia formal a una sociedad en la que, por necesidades de la convivencia, los individuos y los sectores sociales adquieren un conjunto de derechos y obligaciones. Es decir, puedo acceder a una serie de cosas (como educación, agua, luz o el derecho a elegir indirectamente a mis gobernantes) en tanto cumpla con algunos requisitos (como pagar mis impuestos, cumplir con las leyes o no infringir los derechos de mis conciudadanos).

De esta manera, suponemos que “dotarnos de agua” (y de otras cosas) es sostenible económicamente para los Estados, los gobiernos locales y las empresas, o para el manteminiento de la burocracia. Esta “cultura de la explotabilidad”, como la ha denominado Vandana Shiva, funciona posiblemente en los barrios más sexys del mundo, en las ciudades alemanas o en Wall Street. Sin embargo, para aquellos de nosotros en Bolivia que, esencialmente por la negación a la que hemos vivido sometidos durante generaciones, no podemos pagar nuestros impuestos o somos materialmente incapaces de cumplir con leyes que no fueron escritas para sino sobre nosotros. A nosotros el saco de este tipo de ciudadanía nos queda estrecho.

Y esta asfixia que nos produce ser ciudadanos no es más que la muestra de que estamos impedidos para hacer muchas cosas. Entre ellas ejercer plenos derechos, como podría ser el del “acceso al agua”. Ampliando nebulosamente el concepto “derecho”, las sociedades y los dueños del dinero han convertido a los derechos en objetos de compra y de venta, objetos que, nos han dicho los tratados comerciales y la privatización de las empresas estatales, no podemos pagar.

El caso tal vez más dramático para ejemplificar esto, que también conocemos en Cochabamba desde 2000, deben ser los derechos adquiridos por las empresas, al dudoso amparo del Protocolo de Kyoto, para contaminar la Tierra. Pagando a los gobiernos locales y nacionales, los grandes consorcios se “limpian la cara” pagando el supuesto “costo ambiental” de sus suciedades, contaminando con dinero nuestra vida y nuestra salud, y ampliando el mercado con ellas. Como resultado más trágico de todo esto, Siberia es en la actualidad el cementerio radioactivo más grande del mundo y, por supuesto, los pueblos siberianos no poseen la capacidad política o económica para negarse a esto, que les han impuesto las empresas y su gobierno. Y decenas de fábricas y consorcios de todo el mundo han abierto la chequera para poder llenar los ríos de químicos o enterrar en nuestra tierra todos los desechos que producen.

En suma, creemos que por convertir en derecho humano “el acceso humano al agua” puede ser tal vez un avance, pero no nos saca de la trampa en la que el Capital y sus expresiones organizativas (los Estados y las empresas) nos han querido meter. Y no salir de esta trampa, nos parece, puede ser un riesgo de muy alto precio para la humanidad en su conjunto. El agua no es un recurso renovable que podemos explotar irresponsablemente por mucho tiempo más.


Quizá, y en esto basamos nuestra “política de los bienes comunes”, habría que regresar a los principios básicos de solidaridad y reciprocidad que heredamos de nuestras comunidades. “Cada quién según sus capacidades y a cada quién según sus necesidades”. Porque no se trata de discutir los alcances de los derechos o las obligaciones, sino más bien de exigir, peleando por ello, que todo sea para todos de manera irrestricta, horizontal.

Autodeterminación y autogobierno, decimos en pocas palabras, para seguir viviendo. Y en Bolivia, donde “la crecida de las aguas” ha puesto al día todo esto, pensamos que no solamente es un alternativa, es una responsabilidad.

Cochabamba, octubre azul de 2006.

Referencias

Raquel Gutiérrez, “Forma comunal y forma liberal de la
política” en Pluriverso, Comuna, La Paz, 2001.

Greg Palast, The Best Democracy the Money can Buy, Plume,
Gran Bretaña, 2004.

Vandana Shiva, “Las patentes están destruyendo los recursos
naturales y los saberes locales”, entrevista publicada en
español en Sin Permiso, http://www.sinpermiso.info/,
octubre 1º, 2006.

Oscar Olivera, Cochabamba!, SouthEnd Press, Boston, 2004.
Declaración Universal de los Derechos Humanos, ONU, 1948
(publicada en http://www.un.org/spanish/aboutun/hrights.htm).