Las y los pacientes en los hospitales tienen historias que la estadística no revela. Los números oficiales tampoco cuentan las violencias de un sistema social y salubre desigual. En el contexto de covid-19 hay que repensar las enfermedades desde las historias de las personas que más han sido violentadas estructuras políticas y económicas.

 

Manni Dhillon*

Hace más de dos meses, dejé de seguir los números “mexicanos”. Decidí desviar la mirada de los reportes matutinos del gobierno federal y de la estadística local, cuando vi que el número reportado de muertes semanales en mi municipio no correspondía a los fallecimientos reportados por mis colegas durante una sola guardia. No me sirven para mitigar el dolor de ver a mis pacientes batallando para respirar y saber que en mi hospital pocos sobreviven a un cuadro grave de infección por coronavirus. No me ayudan a reconciliar la disyuntiva entre mis intentos de acompañar el miedo de mis pacientes con un “aquí te vamos a cuidar” y las pocas posibilidades que tenemos para hacerlo.

No reducen mi frustración y cansancio al sólo tener unos cuantos monitores cardiacos para una sala llena de pacientes con alto riesgo de presentar insuficiencia respiratoria en cualquier momento. Los números no me apoyaron para que María pudiera acceder al tratamiento oportuno para su cáncer desatendido. Tampoco me ha acompañado la estadística diaria en hacer algo respecto a las condiciones sociales dentro de las cuales la mayoría de mis pacientes afectadas y afectados por coronavirus, tratan de sobrevivir. El análisis de “grupos de riesgo” no ha resultado en un gobierno o sector salud que fortalezca la salud preventiva reduciendo la destrucción ambiental o haciendo que los servicios de salud estén siempre disponibles en las comunidades más marginadas del país.

Hoy, las curvas de aplanamiento que se presentan como la clave para manejar la contingencia sanitaria, no me sirvieron para explicarle a la hija de una de nuestras pacientes que su madre necesitaba ser intubada y conectada a un ventilador, o a sostener la radio mientras ella, entre lágrimas, le dedicaba lo que sospecho serán las últimas palabras que compartirá con la mujer que le dio vida. Entonces me pregunto, ¿cuál debe ser nuestro punto de partida para entender la salud y la enfermedad?

Llevo diez años como médica urgencióloga, de residente y luego adscrita de una institución de salud, siendo testigo las múltiples historias dentro de la sala de urgencias. En ella, me ha tocado atender a familiares de desaparecidos quienes fueron diagnosticados con simples ataques de ansiedad. Otros pacientes que no tenían dinero, ni siquiera para comprarse sus alimentos a la salida del hospital. Mujeres brutalizadas físicamente, emocionalmente o sexualmente por sus parejas sentimentales u otros familiares hombres, a quienes tuve que dar de alta sin ninguna seguridad de apoyo posterior. Personas con VIH que ya no recibían sus medicamentos porque se habían desabastecido o porque perdieron su seguro de salud junto con su empleo. He visto la sala de urgencias llena de pacientes con complicaciones irreversibles de diabetes. Hombres con complicaciones terminales por dependencia crónica de alcohol. Personas que murieron, muchas. Y muchas que no lo hubieran hecho en otras circunstancias, si tuviéramos un sistema de salud integral. Detrás de ellas y ellos, se asoma la serie de lesiones en el sistema y país que han resultado en su ingreso hospitalario.

Hasta la fecha nunca he visto una clase o cátedra sobre la interrogación médica en la cual se planteé que las y los trabajadores de salud entendamos y nos involucremos en el reparo de las lesiones y violencias sistémicas que se manifestan como enfermedades en los cuerpos de nuestros pacientes, y también los nuestros. En las salas de urgencias, los hospitales y clínicas -con pocas excepciones- la comunidad y el origen colectivo de la enfermedad, no tienen cabida. La guerra contra la enfermedad se lleva a cabo en el lugar-cuerpo individual – sin nombres, sin pasados, sin un entendimiento de cómo el tejido social tuvo que ser lastimado para que esa persona llegara a nuestra atención.

Por eso, junto con mi rechazo al anclar mi quehacer en números, tampoco quiero usar los términos “población vulnerable” o “grupos de riesgo” así como el lenguaje de la guerra que habla de “daños colaterales”. Quiero limpiar mi concepción de la salud de los conceptos universales y números suavizantes y peligrosos que ocupa el sistema para justificar y ocultar su propia violencia.

La pandemia nos pone en un momento crítico para repensar las enfermedades desde las historias de las poblaciones y personas que más han sido violentadas por esos síntomas de las estructuras políticas y económicas que constituyen nuestra “normalidad”. Hay que buscar la vida que los números dictados desde el poder no nos permiten mirar. Y desde ahí, ojalá, empezar a sanarnos.

 

 

 

 

*La autora es médico urgencióloga, integrante de la Brigada de Salud Comunitaria 43. (Fragmento final del artículo Las camas no curan, publicado el 13 de agosto en https://piedepágina.mx)