William I. Robinson

El capitalismo global ha estado sumido en una crisis intratable que es tanto estructural como política y que se ha intensificado en muchas veces por la pandemia. Estructuralmente, el sistema enfrenta una crisis de lo que se conoce como la sobreacumulación, lo que se refiere a una situación en la cual se acumulan enormes cantidades de capital (ganancias) pero este capital no logra encontrar salidas rentables y por tanto se estanca. Políticamente, los Estados capitalistas enfrentan una crisis en espiral de la legitimidad después de décadas de penurias y deterioro social causados por el neoliberalismo, ahora agravada por la incapacidad de estos Estados de manejar la emergencia sanitaria y el colapso económico.

Las crisis capitalistas son momentos de agudas luchas sociales y clasistas. Estamos en vísperas de una nueva ronda masiva de luchas sociales y clasistas alrededor del mundo. Desde Chile hasta Líbano, Iraq a Hong Kong, y Francia a Estados Unidos, estas luchas alcanzaron un crescendo en el otoño de 2019 antes de que la cuarentena de coronavirus obligó a los manifestantes a vaciar las calles. Las movilizaciones de los trabajadores y el levantamiento anti-racista en Estados Unidos forman parte de este repunte mundial de luchas de masa.

Sin embargo, existe otra desconexión notable en la actualidad, entre el movimiento social en las calles y una izquierda organizada que le podría dotar con una perspectiva anti-capitalista más coherente. Difícilmente se puede culpar a los millones de jóvenes que arriesgan la vida y la integridad física por este fracaso de vincular la lucha anti-racista a la lucha anti-capitalista y socialista. Esa responsabilidad descansa, en mi punto de vista, en los fracasos de la izquierda socialista y la traición de los intelectuales, pues ninguna lucha de los oprimidos puede estar sin los intelectuales orgánicos.

Las luchas de masa de las décadas de los 1960 y 1970 abrieron espacio para que los representantes de los grupos oprimidos y otros que anteriormente se identificaron con la agenda radical de dichas luchas ingresaran a las filas del estrato profesional y de la élite. En la academia, abrieron espacio para una nueva pequeña burguesía intelectual cuyas aspiraciones de clases adquirieron expresión discursiva en las narrativas post-modernas y las políticas de identidad, y en particular en el rechazo visceral de la crítica radical al capitalismo y a una visión socialista. Estas narrativas marcaron la conciencia de toda una generación de jóvenes, alejándoles de la tan desesperadamente necesitada critica al capitalismo al momento de su globalización.

Con el aparente triunfo del capitalismo global en los años 1990 a raíz del colapso del antiguo bloque soviético, la derrota de los proyectos nacionalistas y revolucionarios del antiguo Tercer Mundo, y la represión de las luchas radicales de los obreros, muchos intelectuales quienes anteriormente identificaron con los movimientos anti-capitalistas y los proyectos emancipadores, ahora plantearon una política identitariana de reforma e inclusión. El horizonte de dicha política no va mas allá de la reivindicación simbólica, la diversidad (lo que suele significar diversidad al interior del bloque dominante), la no discriminación en las instituciones sociales dominantes, y la inclusión y representación equitativa dentro del capitalismo global. No es de sorprenderse que la elite corporativa y política llegaron a acoger la política de la “diversidad” y el “multiculturalismo” como una estrategia para canalizar la lucha por la justicia social y la transformación anti-capitalista hacia las demandas para la inclusión si no la abierta cooptación. La estrategia sirvió para eclipsar el lenguaje de las clases trabajadoras y populares y del anticapitalismo.

Tumbar los monumentos que simbolizan el racismo es un acto de justicia simbólica o discursiva que no constituye en sí una amenaza fundamental al sistema, mientras estas acciones de protesta simbólica pueden ser aisladas de las demandas para una transformación social y económica más fundamental, razón por la cual en estos momentos muchas élites corporativas y políticas acogen dichas acciones de protesta.

Igualmente, la exigencia del movimiento antiracista de que el gobierno cambie el nombre de las bases militares en Estados Unidos – ya que muchas bases llevan el nombre de conocidos racistas en la historia norteamericana - puede satisfacer la sede que se siente para la justicia simbólica y discursiva. Pero no cambia para nada el hecho de que estas bases albergan fuerzas militares que existen para intervenir alrededor del mundo en el nombre del capital y del imperio, y que los negros están sobrerrepresentados entre las filas militares porque están sobrerrepresentados en las filas del plustrabajo (población superflua) y que gozan de menores oportunidades para empleo satisfactorio en la economía civil.

Los grupos dominantes están momentáneamente en la defensiva y están profundamente divididos sobre cómo responder a la crisis de legitimidad y la erosión de la hegemonía capitalista. Están persiguiendo una estrategia de acomodamiento a las demandas simbólicas y a leves reformas. Pero si la historia nos sirve de lecciones, lanzarán una contraofensiva que buscará reimponer y consolidar el estado policiaco global tan pronto como surja una correlación de fuerzas sociales y políticas que les es más favorable. Mientras las fisuras y las divisiones en el bloque dominante se agudizan cada vez más, se abren oportunidades para una contra-hegemonía desde abajo cuyo desarrollo dependerá de una crítica radical a la explotación capitalista que vincula la cuestión de la raza a la de la clase. La importancia de un levantamiento de millones de personas alrededor del mundo contra el racismo no puede ser menospreciada.

Las fuerzas populares no pueden desperdiciar este momento de aguda crisis capitalista. Nos encontramos ante una encrucijada.

*Fragmento de ¿Hacia dónde va la insurrección anti-racista en EEUU? / 18/06/2020 Tomado de traducción en alainet.org