Digámoslo: Penélope no se queda en la casa.

No permanece aquí para cuidar la hortaliza.

Para lavar la cara sucia de los pepinos,

peinar a los elotes, plancharle a las lechugas

los puños y los cuellos. No se queda en la casa, 

al frente de la escoba que al moverse reparte

un infarto en cada uno de los granos de polvo.

No teje la calceta de su matar el tiempo.

No le zurce a la ropa sus corrientes de frío.

No se halla en la cocina todo el día incrustada

mirando cómo hierve poco a poco su tedio,

probando a qué le sabe su propia servidumbre

cuando el dedo le pasa su información al gusto,

ordeñándole rayos de sol a las naranjas,

tomando de la mano diferentes sabores

que van, endomingados, a ornamentar la mesa.

No aletea, pelando cebollas y recuerdos,

el pañuelo custodio. No lava los pañales.

No cuelga en un alambre la exposición completa

de todo su fastidio, frustración, amargura

encarnada en manteles, calcetines, calzones

«y camisas que lloran lentas lágrimas sucias».

No teje una promesa que desteje en la noche

como el flujo y reflujo de un océano de estambre

en que está a la deriva su destino acosado

por la piel pretendiente. No se entierra en la casa.

También sale de viaje. También forja su propia

odisea Penélope. No se queda en la casa.

Se va haciendo camino. Pisa distintas piedras.

Halla flores e insectos que aún no tienen nombre,

que escapan a las fauces de todo diccionario.

Acumula países, aventuras, crepúsculos.

Con su experiencia al hombro va adelante Penélope.

Es cierto que en el viaje, me vive en su conciencia

como yo me la adentro también en el espíritu:

en verdad mi equipaje tiene excedido el peso

por cargar sus caricias, sus ojos, su memoria.

Pero nos separamos. Con un mapa distinto

cada quien en los dedos. En barcos diferentes

que ni una sola gota del mismo mar comparten.

Digámoslo: Penélope no se queda en la casa.

 

 

 

Enrique González Rojo, poema publicado en: Para deletrear el infinito III (1988)