Severiano

Prólogo a la segunda edición. Octubre 2019.

A primera vista este escrito es solo una reseña que no marca fechas ni lugares exactos. Incluso ni siquiera los nombres de las personas son reales. Sin embargo me parece importante situar esta lucha en su tiempo y lugar para que las actuales generaciones de luchadores, tengan una idea más exacta de este movimiento que hoy por hoy cumple unos 28 años de acontecido.

Al calor de la lucha contra la sobreexplotación y el charrismo sindical, se escribió esta reseña lo más exacta posible con el fin de afianzar la unión y experiencia logradas y marcar claramente que los trabajadores, estando entre los engranes del capitalismo no tenemos otra opción que unirnos y luchar sin descanso pues solo así podremos lograr un sistema de trabajo más humano y seguro, donde lo primordial sea la vida y seguridad de los trabajadores y no la ganancia.

Por razones de seguridad éste y otros documentos eran para discusión interna de los trabajadores más comprometidos en la lucha y nunca fue un documento público, Hoy después de tantos años no hay razón para seguirlo guardando. Aquí se reseña un capítulo de diversas luchas protagonizadas por los trabajadores de Industrias MABE que en la década de los 80s y 90s protagonizaron sus luchas más importantes.

 

 

Las masas obreras concentradas en la fábrica

son sometidas a una organización

y disciplina militares.

Los obreros, soldados rasos de la industria,

trabajan bajo el mando de toda una jerarquía

de sargentos, oficiales y jefes.

No son solo siervos de la burguesía

y del Estado burgués,sino que están todos los días y a todas horas bajo el yugo esclavizador

de la máquina, del contramaestre y sobre todo, del industrial burgués dueño de la fábrica.

Carlos Marx y Federico Engels.

Manifiesto del partido Comunista.

 

 

Hace tiempo leí una frase que dice “Las fabricas están hechas a la medida de la ganancia, no a la medida del hombre”, y otra que dice: “En el capitalismo las fabricas están hechas para triturar hombres”. Esas dos frases me rebotaron en el cerebro desde mi primer día de trabajo en esta fábrica, y las recuerdo cada día al iniciar la jornada de trabajo.

El primer impacto aterrador y violento lo sentí precisamente mi primer día de trabajo. Al subir al comedor, que estaba repleto de trabajadores, vi varios que les faltaba uno o varios dedos, había quienes les faltaban dedos en las dos manos. Unos cuantos más les faltaba una mano completa y para ayudarse tenían acoplado un garfio como el de los piratas. Un sentimiento de tristeza, coraje e impotencia se apodero de mí y tuve deseos de salir y renunciar a ese trabajo en ese momento. “Todos marcados de por vida”, pensé.

UN DIA DE TRABAJO

Con las prisas de la mañana, aun somnolientos y bostezando, vamos llegando cientos de trabajadores, con el cuerpo adolorido por el cansancio acumulado. Los brazos y piernas se sienten pesados, como si nuestro cuerpo se resistiera a iniciar una jornada más.

Después de pasar por el checador y los vestidores los grupos de trabajadores se dispersan hacia los distintos departamentos. Rápidamente nos fundimos con el olor a metal y grasa para ser parte de la fábrica, de sus muros, de sus fierros y sus máquinas. Como si la fábrica nos absorbiera. ¿Qué es el ser humano aquí? ¿Qué parte de todo esto es el obrero?, me pregunto y busco en mi escaso saber la forma de definir lo que somos, lo que representamos en esta industria. El obrero es el alma de las fábricas, sin los obreros la fábrica es como un cuerpo sin vida -es mi conclusión-, pero para el capitalista no somos más que fuerza de trabajo exprimible y desechable.

Estábamos ahí 18 troqueladores, 18 prensistas y 18 ayudantes, frente a 36 máquinas, dispuestos a iniciar un día de trabajo. Todos antes de iniciar van y se persignan ante la virgen de Guadalupe que está a la entrada del departamento y hay quienes han pegado imágenes en sus respectivas maquinas. Se escuchan los primeros golpes, cada prensada son 3, 6 u 10 toneladas de peso. Se cimbra el piso cada vez que las prensas golpean y moldean las láminas. Una prensa les da las formas y curvas y otra las troquela. En unos instantes todo ahí es ruido y vibraciones, más allá se escuchan esmeriles y se alcanzan a reflejar flashazos de soldadura, son los departamentos contiguos que también han iniciado el trabajo. Tratamos de no pensar en nada que no sea la máquina que tenemos enfrente y cuando de momento estamos pensando en otra cosa, nosotros mismos nos pendejeamos por estar distraídos.

Tomamos una placa rectangular o cuadrada de lámina completamente plana y sin forma, la colocamos en medio de la máquina, nos aseguramos que quede bien centrada o de lo contrario quedara deforme y será “desperdicio”. Con el pie derecho pisamos un pedal y en un solo golpe baja la prensa, 3,6 u 8 toneladas de peso moldean la lámina en cuestión de segundos. Al meter las manos para sacarla, un sudor frio recorre nuestro cuerpo. “No valla a repetir esta pinche maquina”- dice uno- , y conteniendo la respiración sacamos la placa lo más rápido posible. La pasamos al “troquelador” para que haga la misma operación pero para que la troqueladora le haga las perforaciones y curvas que debe llevar según el modelo. Una y otra vez, cientos, miles de veces al día troquelador y prensista deben arriesgar sus manos. (Lo que tenemos que hacer para llevar un salario miserable a nuestros hogares, pienso y les comento, y ellos me responden: “no hay de otra, tenemos que trabajar”, “esto nos pasa por no estudiar”.)

El peligro de ser mutilados y quedar inútiles o marcados para toda la vida está ahí presente, amenazándonos cada minuto, acechando como una fiera en espera de un descuido nuestro. Pero para los patrones los culpables de los accidentes somos los mismos trabajadores, sus mensajes nos recuerdan siempre lo mismo, y nos dicen ¡Cuídate, cuídate! nos dicen en carteles y cursos dizque de seguridad, pero ya en el trabajo nos echan al matadero, somos la carne de cañón, y si alguien se accidenta, “cuanto lo sentimos deberás, a nosotros mismos nos duele, porque tenemos que pagar cuotas más altas al IMSS”. “Si no se hubiera distraído, nada hubiera pasado”. Y todavía después de mutilado, hasta te investigan a ver si no te accidentaste a propósito “para cobrar la incapacidad y estar de flojo”.

Llevamos poco más de 5 horas trabajadas, los ruidos de prensas, troqueladoras y esmeriles están más que grabadas en nuestros oídos, en nuestro cerebro y en nuestro cuerpo. El cansancio no era mucho o no se sentía porque estábamos bien entrados en calor, aunque de vez en cuando aparece un dolor en la espalda, como si durante esas 5 horas hubiéramos estado cargando un bulto pesado y ya no lo soportáramos, los brazos y los pies los sentimos más pesados, como si cada golpe de las maquinas se no hubiera trepado encima y estuviéramos cargando con él. Y repetíamos los mismos movimientos, los mismos gestos una y otra vez. Tres pasos para allá, tomar una placa de lámina, tres pasos para acá, meter la placa a la prensa, oprimir el pedal. Sacar la lámina y pasarla al troquelador y reiniciar otra vez la misma operación. Muchas veces durante el turno piensa uno que en cualquiera de esos movimientos podemos perder los dedos o las manos completas. Solo de pensarlo se nos enchina el cuerpo, y nos decimos a nosotros mismos: “no debo pensar en eso, si me cuido no pasara nada”, y seguimos trabajando.

Esto es parecido a caminar al borde de un abismo, cada golpe de la maquina es un paso, si nuestro paso es falso, accidente seguro. Tratamos de no precipitarnos para que “cada paso” sea seguro, pero hay un “estándar”, es decir, cierta cantidad de piezas que debemos producir, y después de cada pieza nos decimos: “faltan 600 “, “faltan 340”, “faltan 113”, etc. Y el pinche capataz encima de uno “estas muy lento, que te pasa”. “¿tienes miedo?, no pasa nada fíjate”. Y mete una, 2, 3 piezas, rápido una tras otra y lo hace muy rápido, muy confiado porque sabe que serán solo tres piezas y que solo tres veces pondrá en peligro sus manos y aparenta no tener ni el más mínimo temor. ¿Pero nosotros, que día tras día tenemos que estar ahí, y no solo tres sino más de 600 u 800 veces al día tenemos que hacer la misma operación? Entonces ese “estándar” ya es una presión, es un látigo sobre nosotros, porque si no lo cubres de inmediato vendrán las represalias: “¿Qué pasa, no sabes trabajar?, si no cubres el “estándar” no sirves para el puesto y eso equivale a despido justificado”, nos dice el capataz. Ese estándar es como el látigo invisible del capitalista que te sigue a todas partes, lo mismo lo tienes presente cuando estas frente a la máquina que cuando vas al baño o al comedor, aparece hasta en tus sueños y pesadillas.

Y cuando cubrimos el “estándar”, ¡qué alivio! ya no nos sentimos presionados, seguimos trabajando pero con más calma, con mayor seguridad. Pero ni así estamos tranquilos, porque ahí está el capataz alrededor de uno, y no te puede ver descansar tantito porque autoritario llega y te dice “¿Ya cubriste? Pues sigue trabajando, todavía faltan 25 minutos, recuerda que tu jornada termina hasta tal hora, así está en tu Contrato Colectivo y tu Reglamento Interior de Trabajo.” En esos instantes sientes que la sangre se te sube a la cabeza y dan ganas de estrellarle el perico, la española o una placa de lámina en la cabeza, pero nos detenemos porque en el acto seriamos despedidos- como ya ha pasado a algunos compañeros-. Apretamos los dientes de coraje y en nuestro interior le mentamos su madre una y mil veces. “Cualquier día no me voy a aguantar y si le voy a partir su madre aunque me corran”, dicen varios. (Continuará).