Oscar Ochoa

El estilo de gobernar de este régimen autoproclamado como “progresista” nuevamente abre el debate sobre la concepción del pueblo y el papel que éste juega en su propio devenir. Desde la política social se percibe una forma de entenderlo como entidad agraviada, urgida de justicia, pero pasiva; sin embargo, desde los movimientos sociales más radicales, aunque esta palabra asuste a algunos, se percibe otra idea del pueblo: uno sí agraviado, pero activo y en busca de sus propios caminos. Es justo lo que incomoda a quienes piensan que la justicia social llegó en forma de un partido ensamblado con miembros del régimen al que combate, la buena fe de algunas personalidades y la cooptación de otras, porque “no hay otra forma de hacer política”. A estos cortos de imaginación y de voluntad, poco se les puede explicar.

La política social del gobierno en turno se vanagloria de otorgar cada vez más becas a los sectores vulnerados, incluso pregona que incrementará la pensión para el Bienestar de Adultos Mayores a $2,550 bimestral. En el programa Jóvenes Construyendo Futuro se les otorgan $3,748 a los inscritos más un alta en el IMSS. Algunos argumentarán que con el PRIAN ni eso nos daban, pero no parecen entender que el problema no desaparece con darle “el clásico pan al hambriento”. Desde esta perspectiva el pueblo es objeto de dádivas que se traducen en clientelismo para las siguientes elecciones porque “este gobierno si nos apoya” y pronto será, si no que ya lo es, también de corruptelas de grupúsculos que medran con la necesidad de los mismos de siempre.

El actual régimen sólo parece moralizar el capitalismo en su fase tardía. Proclama acabar con las subcontrataciones (el outsourcing) cuando en realidad sólo lo está regulando; tal vez porque los derechos laborales no alcanzan para todos y hay que limitarlos para que la patronal no se enoje de verdad y le haga un golpe blando o duro. Aquí el pueblo es una entidad distante y ajena al poder.

Pero los movimientos sociales radicalizados, es decir, encauzados en la raíz de los problemas que los generan evidencian otro aspecto del pueblo. Uno consciente y decidido como los feminismos que llenos de justa y digna rabia se manifiestan en calles y plazas, pintando y destrozando los monumentos al machismo que ni mira ni oye el clamor por la muerte de tantas mujeres asesinadas y desaparecidas. Otra expresión digna es la de profesores de educación media superior y superior organizados en sindicatos independientes porque la categoría “de asignatura” que les reclama ciertas obligaciones con la institución les genera nulos derechos laborales como la antigüedad, el concurso por una plaza o bien, un salario digno. Los migrantes que denuncian la retención ilegal en estaciones migratorias, las condiciones de hacinamiento en un contexto de pandemia y los consecuentes contagios y muertes por COVID-19 rebasan los muros de los campos de concentración en los que se han convertido estas estaciones. Todo esto como consecuencia de las prácticas de un Estado cuyos los límites legales son rebasados por un libre mercado desbocado que lo invade y dirige, llegando incluso a los terrenos de lo criminal sin reparo alguno por parte de sus ideólogos.

Sin embargo, la expresión más clara y por lo mismo, más sensible en todos los aspectos del pueblo como sujeto de su historia es la de los pueblos ancestrales que defienden su territorio del despojo que representan los megaproyectos neoliberales, ahora auspiciados por este gobierno que dice no ser igual que los anteriores. La defensa de los territorios ha representado asedio, represión y muerte para estas poblaciones, así como la destrucción de sus formas tradicionales de subsistencia, lo cual atenta directamente contra sus vidas. Entonces la acepción de pueblo se torna arrojada, irracional para el sentido común empresarial, pero luminosa para lo humano en tiempos oscuros. Pueblo, reafirmado en la resistencia organizada y en rebeldía.