Oscar Ochoa

Mucho se ha escrito sobre la oposición entre liberalismo y conservadurismo en este país, pero en este espacio se ha insistido que hay un pecado original que los une: el capitalismo. Las posturas que esgrimen unos y otros con respecto de ciertos temas deja ver una diferencia de grado y nada más. El pensamiento conservador que hizo del neoliberalismo su caldo de cultivo para culpar a migrantes, indígenas, feministas, sindicalistas y otros indeseables de las fallas del sistema, ahora hace de plantones en casas de campaña vacías su bastión de lucha política. El pensamiento de este sector social es negacionista frente al cambio climático y los cambios sociales, por obvias razones: el orden neoliberal permite que acaparen gran parte de la riqueza generada por una base trabajadora cada vez más precarizada. Se caracterizan por el odio y la falta de un principio de realidad en su discurso. En las redes sociales los han llamado Frenáticos.

El pensamiento liberal que presume el actual presidente mexicano parece remontarse a las glorias del siglo XIX, cuando las utopías de la modernidad capitalista impulsaban los proyectos del Estado y del libre mercado. Sin embargo, la realidad de un siglo XXI en crisis permite ver que los migrantes, indígenas y otros molestos para el sistema no permiten ser tratados como siempre: como menores de edad. Las demostraciones feministas y la toma del INPI por parte de la Comunidad Otomí en la ciudad y en los territorios Otomies en Querétaro, así como el CNI exhiben el hartazgo de los sectores que históricamente han sido dejados de lado. Quienes todavía creen en las promesas de un progreso que todavía no llega, y que de hacerlo representaría la extinción de los pocos reductos ecológicos nacionales en los que además viven gran parte de los pueblos ancestrales y originarios. A quienes creen ciegamente en este discurso (cada vez menos como lo demuestra la “Marcha del millón del 24 de octubre que parece haber llegado a 5,000 personas) se les podría llamar 4Teístas.

Así Frenáticos y 4Teístas se retan y agreden; unos y otros miden fuerzas en bravuconerías y gritos callejeros. El machismo implícito en sus reyertas deja ver mucho de lo que hay en el fondo: una mentalidad patriarcal, partidista y capitalista que de ser tocada es motivo de una explosión virulenta por parte de estos creyentes de un capitalismo convertido en religiosidad popular. Sin embargo, en las expresiones del feminismo radical, de los pueblos ancestrales y de los barrios y colonias citadinos organizados por la defensa de sus recursos se manifiesta otra corriente que rebasa por encima, por los lados, por debajo y entre los resquicios de un sistema político que, pese a su reelaboración, queda obsoleto después de unos meses de instaurarse.

La defensa de la vida, desde su piso ecológico hasta el techo del buen vivir es lo que está de por medio; es la aspiración a la felicidad de los pueblos lo que está en el núcleo de la actual lucha. Pero no podemos caer en un optimismo ingenuo: el despojo de los territorios y los bienes naturales comunes se hace cada vez más peligroso por la implementación que gobiernos y empresas hacen de cuerpos militares y paramilitares. Lo que viene es difícil, sobre todo en el contexto de la pandemia, que ha tomado la vida de valiosos compañeros y pueblo en general. Pero es precisamente por eso que valoramos la vida sobre el capital, porque estamos en el callejón sin salida en el que la modernidad nos ha traído, y una salida viable es la de los pueblos, en diálogo con otros saberes que privilegian la vida y el bienestar sobre la ganancia y el lucro de una minoría. Esta herejía no será perdonada por los ganadores de siempre que defenderán su estilo de vida y ganancias con gobiernos conservadores o liberales, con ejércitos formales o grupos paramilitares. Debemos estar preparados.