Las crisis siempre han afectado más a los de abajo. Eso es algo que se aprende sin tener un curso básico de historia elemental. Pero estos pobres, que somos la gran mayoría, hemos desarrollado a lo largo de la historia diversas formas de apoyo que nos han permitido subsistir en las malas y en las pésimas, pues la crisis es una constante para quienes vivimos por debajo de la satisfacción mínima de las necesidades económicas.

Las circunstancias actuales nos hacen reconocer la fragilidad de la condición humana, atrapada por un largo periodo en la burbuja del desarrollo ilimitado que ofreció el libre mercado, y cuyo fin abrupto viene con la máscara de un enemigo invisible: un virus que mantiene a todos encerrados, logrando con ello la desmovilización social para salvar la vida (mientras desde los poderes quieren salvar sus ganancias). Pero nosotr@s (las y los obreros, campesinos, desempleados, migrantes, comerciantes informales, etc.) quienes no podemos darnos el lujo de quedarnos en cuarentena hemos aprendido algo a través de los siglos: a sobrevivir.

Las ollas populares en Sudamérica son una expresión de cómo se puede comer bien, nutriendo la panza y el espíritu, ante las adversidades. En Montevideo, Buenos Aires, Santiago y otras ciudades del Cono Sur crecen estas comidas colectivas frente al embate económico por el coronavirus que hace crecer por decenas de miles las solicitudes de seguro de desempleo, con la cualidad de que tienen asambleas donde se decide algo mas que comer: subsistir con dignidad . En México su expresión es la cocina popular que permite una buena comida a precios bajos o de manera gratuita, pero la mayoría son espacios del clientelismo partidista y no hay decisión ni participación popular.

Otro ejemplo son las redes vecinales de distribución de alimentos que están creciendo en las grandes ciudades de México, ya se articulan redes de vecinos organizados para comprar alimentos en medianas cantidades para después distribuirlos por medio de vecinos en bicicletas, abasteciendo un sector urbano desfavorecido y activando las economías campesinas y pequeñas industrias locales que han quedado a la deriva frente a esta contingencia.

En gran parte de los países llamados emergentes, y desde hace mucho tiempo existen las huertas familiares, con un creciente glamour clasemediero, resultan vitales para muchas familias, sobre todo aquellas que viven en la periferia de las grandes ciudades. Pequeñas porciones de tierra o espacios condicionados para la siembra de hortalizas y algunos frutos son mantenidos por las familias que dependen en cierta medida de estos vegetales para complementar su dieta.

Los mercados alternativos como los tianguis en México permiten la circulación de bienes en cadenas cortas, no se desplazan mucho del lugar de su producción al de su consumo, permitiendo que los vendedores, algunas veces los mismos campesinos, vendan sus productos directos al comprador final, evitando intermediarios y ganando ambos en precio y calidad.

Por igual, poco a poco se acepta en las ciudades lo que en las comunidades rurales es un valor reconocido: la salud comunitaria con hierbas, remedios y consejos que previenen y apoyan Los viveros y las colectivas de salud comunitaria y popular son un baluarte familiar y social.

Finalmente, el reciclaje y reparación de todo tipo de productos y bienes posibilita que los sectores más desprotegidos accedan al uso de diversas tecnologías y servicios a un precio mínimo, gracias a los cada vez más escasos talleres de barrio que ahora parecen revalorarse por su imprescindible servicio a la comunidad.

Son tiempos difíciles, eso lo sabemos, pero el espíritu comunitario que nos une a los de abajo se está propagando con la caída del escenario ficticio de la individualidad autosuficiente (el individualismo) ese virus social que ha propagado el capitalismo en las últimas décadas, y ahora nos podemos ver a los ojos de nuevo para reencontrarnos como humanidad.

Oscar Ochoa