Ahora que los megaproyectos adquieren otro estatus, pues el apellido de neoliberales parece haber quedado sin efecto, algunos comunicadores hablan de una etapa pos-neoliberal, evadiendo las formas en que estos proyectos de muerte despojan, desplazan, contaminan, explotan y desarticulan el tejido social en donde llegan a mal sentar sus reales.

El proyecto de nación aparenta dividirse entre una visión liberal (sin quedar muy claro en qué se distingue de su oposición) y una conservadora retraída por los recientes escándalos sobre narcopolítica y corrupción. Pero en poco o nada se distinguen ambas visiones, pues se alimentan de la misma matriz civilizatoria occidental y capitalista que oprime a los pueblos.

Hace algunos años Noam Chomsky señalaba que en Estados Unidos había ya sólo un partido: el del dinero, con dos alas: la democrática y la republicana; y al parecer el discurso oficial pretende hacernos creer que el liberalismo es casi lo mismo que ser revolucionario, pero la historia mexicana cuenta con algunos hitos en los que el liberalismo resultó ser igual o peor que el más retrógrada de los gobernantes conservadores en términos de soberanía territorial y respeto a los derechos de los pueblos originarios.

El autonombrado liberalismo que se ufana de abrir canales a la sociedad con medios como La Octava, en radio y televisión, es el mismo que tiene las manos manchadas con la sangre de comunicadores y promotores culturales populares como Samir Flores, Josué Bernardo Marcial (Tío Bad), así como 18 asesinatos de ambientalistas y defensores de los derechos indígenas, muchos de ellos pertenecientes al Congreso Nacional Indígena (CNI) organización que desde su fundación se ha propuesto construir caminos diferentes a los del capitalismo.

El liberalismo actual, que por debajo de la mesa opera con grupos evangelistas ultraconservadores como los del ex partido encuentro social y las iglesias fundamentalistas que componen CONFRATERNICE, se diluye en puros discursos pues sus acciones van más encaminadas a consolidar el paso de una relación fortísima entre Iglesias y Estado. Y los conservadores, aquellos que en su desbandada electorera se refugian en Morena y otros partidos “más cercanos al centro” (como si en la producción económica de la vida y en la lucha de clases existiera tal lugar) se agazapan a que pase el temporal morenista.

¿En qué podrían diferenciarse conservadores y liberales? ¿En su estilo de hacer política? ¿En su visión del mundo? Tal parece que todo lo anterior queda desdibujado a la hora de alinear las fuerzas productivas para optimizar las ganancias de los patrones. La tan comentada economía moral queda reducida a palabrería cuando los pueblos quedan despojados de su territorio y bienes naturales frente a las trasnacionales, que militarizan y paramilitarizan la vida social de estas comunidades; así mismo cuando las y los trabajadores padecen desempleo o se les coloca en la informalidad y la precaria condición de subcontratados (outsorcing); pero todo queda en el silencio cuando el presidente, ante cualquier señalamiento sobre el desarrollo de los megaproyectos o de los recortes de personal, dice tener otros datos.

Todo despojo que los conservadores imponen a sangre y fuego, los liberales lo financian con mecanismos en apariencia democráticos, quedando fuera los excluidos de siempre: pueblos, barrios, colonias, trabajadores, jubilados, mujeres, migrantes… los pobres, en resumen. Y la fórmula que ostentan es la de siempre: el progreso que dicen que estos proyectos traerán a la población. Un progreso que beneficia a los muy pocos de arriba y condena a los muchos de abajo, trayendo consigo la devastación ecológica, la desarticulación económica de las comunidades y el rompimiento de su tejido solidario.

Frente a la mutación constante entre unos y otros, el ciudadano de a pie mira incrédulo cómo conservadores y liberales son uno mismo; y es que los dueños del país, los que lanzan la moneda al aire para que en la siguiente elección el votante elija águila liberal o sol conservador. Mirar con más desconfianza esta moneda falsa, gastada y ver quienes abajo avanzan en otras formas de organizarse para hacer vida en colectivo. La democracia verdadera tiene más colores que los partidistas, otros lugares y tiempos que van más allá de los centímetros cuadrados de las urnas cada tres o seis años y otros trabajos que nutren el tejido colectivo. Este año nos viene a descubrir otros, con la paciencia colmada, la dignidad intacta y la voluntad crecida.