Violeta Aréchiga

Una serie de autores de un centro de investigación en Estocolmo publicaron el año pasado un artículo en el que reconocían claramente la existencia de eso que hemos dado en llamar “antropoceno”: una nueva etapa en la historia de nuestro planeta que está ocasionando ya, entre otras cosas, el cambio climático. Para esos autores estamos yendo hacia condiciones climáticas más calientes, lo cual traerá graves consecuencias.
Una de las cosas que se ve con claridad en su artículo es que la razón de este cambio es la actividad de industrial a todo lo ancho de nuestro planeta. Como resultado de esta actividad, predicen un aumento de temperatura en las próximas décadas junto con una serie de cambios sin marcha atrás que afectarán a todas las sociedades. Específicamente, dicen, va disminuir de manera importante la producción agrícola, habrá precios cada vez más altos, y todavía mayores diferencias entre los países pobres y ricos.
Todo esto quiere decir dos cosas: en primer lugar, que el antropoceno está mal nombrado; se debería llamar Capitaloceno. El capitalismo se basa en un crecimiento económico que consume mucho carbono, elevando la temperatura, y en la explotación indiscriminada de los recursos. Y, en segundo lugar, que los problemas que el Capitaloceno ocasionará ni son por igual responsabilidad de todos y cada uno de nosotros, ni nos afectarán a todos de la misma manera: son resultado del sistema capitalista y afectarán, sobre todo y como siempre, a los más pobres.
En estas condiciones, las palabras en las que mi padre (José Uriel Aréchiga Viramontes, PP) trabajó y pensó desde que tengo memoria, son más urgentes que nunca. Necesitamos, si queremos sobrevivir como especie humana, cambiar este sistema económico dominante ¬–en el que un capital depredador lo devora todo y amenaza con devorarnos a nosotros mismos– por otro en el que se confronte la injusticia y se puedan construir nuevas condiciones de vida. Un sistema en el que los discursos de innovación y sustentabilidad sean dejados atrás y en su lugar adoptemos una visión más humilde del papel y de las capacidades del ser humano frente a la naturaleza y en mejor relación con ella. La lógica de ese capital depredador es la que insiste en el aumento de la producción y de las ganancias a través de la innovación tecnológica. Es una visión utilitarista en la que el suelo del campesino, por ejemplo, es visto solamente como recurso para nuestro consumo y ha sido empobrecido tratando de incrementar su eficiencia. ¿Y si en lugar de ello viéramos a ese suelo como algo que depende de nosotros, así como nosotros dependemos de él? ¿Como algo que requiere de nuestro cuidado, de mantenimiento y reparación? La idea de cuidado, de preocuparse por algo es, sin embargo, inaceptable para el capital depredador que sólo tiene una lógica: la de la ganancia.
Requerimos de una nueva manera de relacionarnos con la Tierra para dejar de verla como algo que está solamente a nuestro servicio. Debemos dejar de intentar dominarla y empezar a ver qué podemos hacer por ella, aunque esto signifique que nos llamen enemigos del progreso. En este proceso son importantísimos los grupos que, como los pueblos indígenas, los trabajadores, las feministas, están contribuyendo ya a difundir el sentimiento de que sí es posible resistirse al modo de ser capitalista. Y este libro de mi papá, (Capital Depredador y Rebelión) que hoy aquí recordamos, es una contribución más a ese esfuerzo.
*El escrito de Violeta Aréchiga fue presentado en el Museo de la Menoría Indómita el 2 de octubre de 2019 a dos años del fallecimiento de nuestro compañero José Uriel Aréchiga Viramontes, PP, autor de los textos recopilados en Capital Depredador y Rebelión. Edición de El Zenzontle,  septiembre de 2019.